domingo, 20 de diciembre de 2009

Capítulo 1: Marcas de carmín y palabras quemadas

Tenía depresión y ya solo me quedaba un cigarro en el paquete. Seguramente pasaría bastante tiempo para que volviese a comprar más tabaco para continuar con el objetivo que me hacía fumar.
Quería matarme, aunque mejor dicho, quería deteriorar mi vida poco a poco, como una rosa que se seca o como la pérdida de belleza de las personas por el paso del tiempo.
Supongo que sería la depresión la culpable de generarme tal vicio masoquista, y más odiando el humo que fluía arañando mis cuerdas vocales a través de la garganta con cada calada.

Aquel día, tumbado en la cama y hundido en mis miserias me dispuse a dar una vuelta para fumarme ese último cigarro. No sabía si era de noche, o si era de día, si me encontraba en medio del anocher o presenciando los escasos y a la vez primeros rayos de Sol de aquel día. Y si digo escasos era porque apenas podía observar claramente el paisaje desde mi ventana. Una niebla espesa y densa teñía todo a mi alrededor a medida que avanzaba el paso cruzando por la calle donde se encontraba mi casa. No había nadie en la calle, lo que me hizo pensar que era o porque fuese demasiado temprano o porque fuese demasiado tarde, pero a fin de cuentas, incluso podía ser por la niebla. Ésa niebla parecía hacer disimular el tiempo, ocultando la hora en la que me encontraba y generando una humedad que provocaba una sensación misteriosa.

Hacía bastante frío, pero estaba dispuesto a aguantarlo puesto que despreciaba de forma evidente la idea de fumarme el último cigarro que me quedaba en mi casa. Pasaba de que mis padres se pudiesen enterar de mi nuevo vicio, a fin de cuentas, en los últimos días había tenido bastantes problemas con ellos, además de con el resto de las cosas que me rodeaban. No me divertía con mis amigos, mis notas habían empeorado, mi estado de ánimo en continua decadencia hacía que cada vez me ahogase más en un mar de tristeza del cual no podía salir por mucho que tratase de nadar hacia su superficie. No sabía por qué, pero me daba cuenta de que ese pensamiento que permanecía en mi cabeza a todas horas del día, mientras estaba en clase, mientras escuchaba las melodías de mis canciones favoritas de rock con las cuales trataba de evadirme de todo, o incluso mientras dormía, no podían ser buenas. Era un pensamiento sumido en el caos y en la oscuridad, como si sintiese odio por todas esas cosas que intoxicaban el mundo en el que vivía, y precisamente, éstas no eran pocas. Sentía una especie de aburrimiento existencial, como si nada de la vida mereciese la pena, como si no hubiese nada por lo que luchar, como si toda vida humana se pudiese resumir como una cruel broma.Tal vez, precisamente, por todo ello fumaba, porque con cada calada me aproximaba más a mi muerte, no una muerte directa, pero una a la que no temía que llegase. Quería disminuir mi tiempo vital, agotarlo, reducirlo a nada. No me importaba que llegase en forma de cáncer corroyendo mis pulmones, o como pena que sumiese mi alma en amargura.

Para ser sincero, todo me daba igual.

Todo me daba igual porque no había nada en mi vida que me hiciese feliz, y mucho menos era incapaz de imaginar un atisbo de felicidad en mi futuro. Estaba cansado de vivir el día a día en un carcomido mundo donde la gente solo se sentía feliz hiriendo a otros, donde las cosas verdaderas no existían, ni la amistad, ni la ternura, ni el aprecio, ni la bondad, ni la felicidad, ni, tan siquiera el amor.

Sumido en ese tormento tan grisáceo y difícil de salir de él como de aquella niebla que me rodeaba continué andando por aquel camino alumbrado por farolas separadas unas de otras por escasos metros. No se veía nada en concreto a mi alrededor, había tanta niebla que era imposible predecir en qué lugar me encontraba. Todo tan gris, tan misterioso, como si la atmósfera estuviese creada para generar desconcierto en mí.

Cansado del frío y de andar, me detuve en un banco que se encontraba justamente al lado de una farola y que iluminaba únicamente al banco y un escaso espacio a su alrededor, como si fuese un foco que alumbra lo más importante del escenario de una obra de teatro. Pensé que aquél era el lugar exacto para fumarme ese último cigarro, así que lo saqué del paquete, lo posé entre mis labios algo quemados por el frío, y lo encendí con la llama que salió de mi mechero al tercer intento de hacerlo funcionar.

Calada tras calada, todos esos problemas que tenía en mi mente incidían de forma aún más profunda, como si se clavasen en mis ideas. Me dolía el corazón, tal vez sería por mi depresión, o por el cigarro, cosa bastante estúpida la verdad, pero, de una forma u otra me dolía. En ese preciso momento se me ocurrió que el motivo era la incompresión que sentía en mi alma, expresada a modo de ansiedad, pero, curiosamente, tiempo más tarde me daría cuenta de que eso no era así.

En medio de todo ese humo que se fundía con la niebla convirtiéndose en uno solo, me dediqué a observar el suelo sobre el que se encontraban mis pies. Se notaba que era Otoño, las hojas de los árboles de colores muertos como verdes y amarillos apagados se amontonaban sobre mis pies, pero, entre ellas descubrí un trozo de papel que se encontraba doblado en el suelo. Aproximé mi medio cigarro encendido al papel y quemé con la colilla el pico formado al doblar el papel dos veces. Me resultó curioso lo rápido y voraz que era el efecto del fuego sobre ese sucio papel, pero, al cabo de unos instantes, a medida que la llama hacía su efecto, los dobleces comenzaron a abrirse, y pude observar que había algo en él. Podía ser un dibujo, o algo escrito, incluso un simple garabato, pero mi curiosidad fué tal que decidí apagar esa pequeña llama que estaba deteriorándolo, así que lo pisé, extinguiéndola y tras unos segundos de impaciencia recogí del suelo el pequeño papel chamuscado por una zona, y lo abrí, impresionándome mucho más de lo que esperaba su contenido.

Indudablemente, en ese papel una chica había marcado con carmín sus labios a modo de beso. Era innegable que fuese una chica, era como si notase su esencia, su feminidad y su sensualidad en él. Por los trazos de carmín me podía hacer una idea de sus labios, de lo carnosos que eran, de su forma, de su grosor, de las que grietas que lo embellecían, de su textura, de su delicadeza. Cuanto más observaba su rastro en el trozo quemado de papel más me gustaban, más me atraían, más me obsesionaban y más perfectos los veía. Me imaginaba como sería un beso de esos labios, me preguntaba como sería la chica que los poseyese en su boca, y trataba de hacerme una idea de su rostro, del cual creaba prototipos pasajeros en mi mente,en cada cual era más preciosa y bella que en el anterior. ¿Cómo podían esos labios atraerme tanto? ¿Cómo sería el nombre de la chica que tuviese esos labios tan perfectos?.

Mientras me formulaba todas esas preguntas desplacé mi atención por primera vez en una hora de esas marcas de carmín, y la dirigí hacia la zona donde había acercado la colilla del cigarro. Al observar esa zona, mi impresión fué tal que el cigarro apagado tiempo atrás por la humedad de la niebla y del cual no había dado calada desde que vi por primera vez esos labios marcados en el papel, cayó al suelo rozando el filtro con el haz de una hoja de un árbol del cual ignoraba de qué tipo era, y también de donde se encontraba, puesto que no lo veía a causa de la densa niebla. Se podría ver claramente como la llama que acerqué al papel se había comido lo que había escrito, al menos así se apreciaba en los bordes de la zona quemada, en los que se observaba evidentes trazos de tinta que habían escrito algo lo cual no podía saber.

Sentí como toda la alegría que se había apoderado de mí al ver las marcas de esos labios se había esfumado ante la idea de haber despreciado toda posibilidad de conocer a la chica que había dejado su presencia en el papel. Tal vez había escrito en él su dirección, su número de teléfono o simplemente su nombre, pero ya no podía hacer nada para evitarlo. Ante tal desesperación regresé a mi casa atravesando el mismo camino de ida y con la misma espesa niebla. Nada más llegar a mi casa, recorrí el pasillo y entré en mi cuarto. Guardé en el cajón de mi escritorio el papel y decidí no sacarlo de ahí durante la mañana, sólo me podría permitir el lujo de hacerlo por las noches. A fin de cuentas no me era necesario verlo más, por un lado era totalmente imposible descifrar lo que había escrito antes de que yo lo chamuscase a partir de unos pequeños trazos de tinta muy difusos, y por otro lado no era necesario observar las marcas de carmín de nuevo, puesto que las había guardado en mi mente a la perfección y las recordaba con suma precisión.

Al día siguiente me pasé todo el día dibujando, bocetos y bocetos trazaban mis manos con lápices y bolígrafos. No paraba de dibujar, y lo que dibujaba era lo que ocupaba mi mente de forma continua, la chica de esos labios que me obsesionaban, que se habían convertido en mi locura, en mi enfermedad, como si fuese el centro de todo. Así que me pasé toda la mañana dibujando sus labios. A medida que hacía más y más mejor los trazaba, mejor definía su grosor, textura, grietas e incluso su relieve.
Y mientras, me dedicaba a dibujar de forma continua y sin descanso con un bolígrafo de tinta roja esos labios que me habían llevado a la locura, me iba imaginando su rostro. Trataba de crearla en mi mente, imaginar como serían sus ojos, su nariz, sus mejillas, su pelo, sus orejas, sus pestañas, sus cejas, sus pómulos, su piel, sus caderas, su cuello. Traté hacer dibujos no solo de sus labios, sino de la idea que tenía en mi mente de ella, pero el resultado solo fueron dibujos de prototipos de chicas con una suma belleza, pero que no se podía comparar a la que mi mente había imaginado. Ante tal decepción de no poder trazar de forma fidedigna a mi mente el rostro de esa chica me tumbé en mi cama y me dispuse a dormir.

Al despertarme sentí el impulso de ir otra vez a aquel banco. La atmósfera era la misma, el mismo frío, la misma niebla observada desde la ventana, la misma escena grisácea, e incluso parecía que fuese la misma hora.Cogí el papel del cajón el cual no me había parado a observar en la mañana y realicé el mismo camino que la última vez. A medida que andaba me ilusionaba con la idea de encontrarme allí a la chica, mi ilusión era tal que los nervios hicieron que sujetase en todo momento en mi mano derecha el trozo de papel con esos preciosos labios marcados. Una vez llegué al banco me di cuenta de que mis ilusiones se habían desvanecido por completo.
Allí no había nadie sentado...


Me sentía triste, más amargado de lo usual en mí. Me culpaba de haber sido tan estúpido como para haberme ilusionado tanto por una chica que desconocía absolutamente, y de la cual ignoraba su rostro, su edad, su voz sus gustos y sus sueños. Me sentía tan estúpido y patético entre toda esa niebla, de pie, enfrente de aquel banco, que otra vez en mi mente enferma todas esas ilusiones se tornaron de nuevo en mis problemas, penas y desgracias...Parecía que el silencio de toda esa niebla era el mismo que el silencio que sentía mi vida, la cual solo deseaba que acabase...

Pero entre todo ese silencio surgió una voz, sumamente dulce y delicada que pronunció a mis espaldas:
- Veo que encontraste mi papel.

Tras escuchar estas palabras que anesteciaban mi vacío existencial giré mi cabeza, y, entonces la ví por primera vez.

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