viernes, 25 de diciembre de 2009

Capítulo 2: En el ocaso púrpura

Era sumamente preciosa. La chica más bella que jamás había visto. Sin duda era ella la chica de la nota, no solo por lo que me dijo momentos antes de que me volviese, sino por esos labios que embellecían aún más su rostro. Ni tan siquiera el mejor de mis dibujos de aquella mañana podía compararse con la hermosura de su cara. Era tan guapa que hasta sentía que no debía estar observándola, al menos mis ojos no merecían hacerlo, solo los dioses deberían permitirse ese lujo. En conjunto su rostro era la pura perfección. Estaba convencido de que podría convertirse instantáneamente en la musa de cualquier persona de cualquier sexo, civilización y época. Parecía mentira que una chica así pudiese existir, sin fallos, sin imperfecciones, era como si fuese la personificación de todas las cosas hermosas de la vida, las cuales precisamente nunca había encontrado, pero que en esos instantes se encontraban enfrente mía. Fueron pocos segundos, pero para mí se convirtieron en el tiempo suficiente como para estudiar una por una las partes de su cuerpo, desde el contorno de su cara, hasta el color de su piel. Todo parecía tan ideal que incluso parecía mentira. Éra como una especie de sueño, un ambiente tan triste y grisáceo, y, en medio de todo la chica más bella en el cosmos y en el caos. Sus ojos perfilados y clavados en mí, sus labios entreabiertos, y su pelo rozando sus pechos. Me costaba tragar saliva a causa de la situación, notaba los nervios recorriendo una por una las partes de mi cuerpo, notaba como mis dedos que sujetaban el papel encontrado el día anterior temblaban. Mi corazón, que parecía no haber funcionado bien en los últimos días bombeaba más sangre de lo usual en cada diástole y sístole.


Era como si hubiese ocurrido un milagro. La persona que tantas ganas tenía de encontrarme estaba ahora enfrente mía. Esos labios que tanto me habían enloquecido desde que ví su marca de carmín se hallaban delante de mis ojos y ellos si que eran exáctamente iguales a los de mis dibujos. A pesar de cuánto me atraían , lo hacían prácticamente igual que cada uno de sus rasgos faciales. Pensaba que me sería un gran problema no poder apartar mi mirada de su boca, pero me dí cuenta de que tenía otro problema aún mayor. Tenía que gesticular palabra y responderle, así que traté de controlar mis nervios, tragué saliva y comencé a hablar con el fin de responderle.

-Sí, la encontré ayer en este banco.-Dije con una voz mucho más relajada que mi corazón.
-Vaya, así que habrás leído su contenido.-Me dijo con su preciosa voz, dulce, viva, atrayente del mismo modo que sus labios, su rostro o su cuerpo. Era comparable a ver el más precioso cuadro dibujado por un artista de renombre, el movimiento de sus coloreados labios del mismo color que la tinta del bolígrafo con el que los dibujaba aquel día por la mañana.
-La verdad es que no...-Respondí inmediatamente-Aunque suene a mentira, quemé por error las palabras que estaban en la nota escrita.
-Que curioso...-Rió tras decir esto de forma muy alegre. Su sonrisa era como los primeros rayos de Sol en la más oscura noche. Era sumamente especial, como si la hubiese trazado el creador de todo con el fin de otorgarle algo absolutamente bello a este mundo miserable y horrendo. Sin lugar a dudas, cualquier hombre quedaría rendido al ver tal sonrisa.
-¿Qué había escrito en la nota?-Le pregunté de la manera más apropiada a la situación que podía generar mi voz.
-¿Hace mucho frío verdad?-Me preguntó sonriendo pero a la vez parecía que trataba de evadir mi pregunta, o tal vez no la escuchó.
-La verdad es que hace muchísimo frío, creo que la responsable es esta niebla. La odio.
-¿Y eso?-Me formuló tras mi declaración sincera.
-No sé, me impide ver lo que hay alrededor y, eso me desquicia.
-Eso es lo bonito de la niebla, que cuando desaparezca nos mostrará el paisaje. Puede que, sin ella, el paisaje no nos parecería tan hermoso.-Me contestó como si quisiese darme una lección.
-Conozco la teoría- Le dije con cierto tono de chulería.- "Sin desgracias, los milagros no serían tan milagros". Es la teoría de que sin las cosas malas, los aspectos buenos de la vida no los veríamos tan buenos. Es una soberana tonteria.
-No es una tontería.-Pronunció estas palabras con el ceño fruncido.-Si no estuviesen esas "cosas malas" no veríamos belleza en las "buenas".-Cuando mencionó belleza pensé en que allá donde estuviese ella siempre habría belleza, independientemente de si hubiese o no hubiese cosas malas.
-¡Qué va! Eso no es así.-Le dije con cierto enfado y con el ceño fruncido también.


Al observarnos con los ceños fruncidos y mostrándonos ciertamente enfadados y a la vez dándonos cuenta del enfado del otro no pudimos evitar reirnos, lo cual hizo que mi alma se estremeciese al ver su sonrisa de nuevo, tan bella que parecía de ciencia ficción. A causa del frío y al darme cuenta de que no me parecía adecuado mantener una conversación con ella de pie, le ofrecí que nos sentásemos en aquel banco, a lo que ella me respondió con un "de acuerdo" y una sonrisa labial. Nos encontrábamos relativamente cerca del banco, yo más próximo al borde y ella prácticamente en el centro pero levemente acercada a mí. Nos alumbraba aquella farola, la cual había precenciado mi emoción el día anterior por encontrarme el papel con la marca de carmín, y que, sin embargo ahora presenciaba mi conversación con aquella chica creadora de la marca. La niebla seguía siendo densa, aunque me daba la sensación que, muy poco a poco se iba esparciendo, puesto que me permitía ver un mayor número de hojas caídas en el suelo por el Otoño. Pensé que era idóneo volverle a preguntar aquellos a lo que no me dió respuesta.
-¿Y qué había escrito en el...?
-¿Cómo quemaste la nota?-Me preguntó cortando mi pregunta.
-La quemé con un cigarro.-Me ví forzado a responderle puesto que había sido yo quien había quemado la nota, y aún no estaba muy seguro si para ella era importante o no.
-Vaya, así que fumas.-Afirmó mostrándo una cara de desilusión.
-Pues sí, creo que es el único vicio que tengo.
-¿Y por qué fumas?, ¿no sabes que fumar es malo y mata?.-Me preguntó con una inocencia tan bella y dulce que me impedía responderle como lo hacía a cualquier otra persona, es decir, evadiendo la respuesta.
-Porque no me importa que me mate. ¿Acaso no vivimos y es malo vivir?
-Estás afirmando que la vida es una....mierda.-Murmuró con voz suave, pareciendo que bajaba el volumen de su voz a medida que la frase acababa.
-¿Acaso no lo es?
-Bueno, sí, al menos eso es lo que piensa la gente depresiva.-Dijo de nuevo mostrando como que tratabe de tener cuidado por si me hería con sus palabras.
-Será que soy depresivo.-Traté de decirle la verdad, pero sin afirmarla.

Era indudable que la niebla cada vez se iba esparciendo más, por fin era capaz de ver el árbol que dejaba sus hojas en aquel lugar. Se encontraba tras la farola, y a pesar de fijar mi mirada en él, para evadirme de su mirada, era incapaz de descubrir de que tipo era. Nos quedamos un rato en silencio, era agobiante, incómodo, y no se me ocurría nada que decir hasta que a los pocos segundos ella volvió a dirigirme palabra.
-¿Tienes depresión verdad?
-¿Esa pregunta se la haces a todos los desconocidos?.-Mis intenciones eran esquivar la evidente respuesta de que así era. Con mis palabras provoqué incomodidad en su rostro, instantes antes de mínima felicidad o al menos de estabilidad en su estado anímico.
-Lo siento, no quería ofender...-Dijo como si se arrepintiese de todo corazón por sus palabras. Agachando su cabeza y desplazándome por primera vez en la conversación su mirada de mi cara, a la que parecía estudiar al igual que yo la suya.
-Da igual. Sí, tengo depresión, pero me da igual, no me "deprime".-Ella se rió ante el chiste malo, su rostro había vuelto a cobrar esa felicidad característico en él, y del cual poco a poco me iba enganchando más. Su belleza era indescriptible, y, tanto triste, alegre o evadiendo mi mirada, seguía siendo igual de preciosa.
-¿Y a qué se debe si puedo preguntar?-Dijo tímidamente, tras mojarse sus labios.
-A un cúmulo de cosas en la vida, que, ni son pocas ni muchas, simplemente es...todo.
-¿Todo te va mal?
-Todo. Hasta el mechero me va mal, no me funciona muy bien que digamos.-Me propusé de nuevo hacer una broma mala, pero a esta ella no rió, tenía cara de preocupación. Tal vez era la única persona a la que le importaba mi estado de ánimo y mi vida, o simplemente su preocupación se debía al aburrimiento que sentía de la conversacíón conmigo.
-Deberías dejar de fumar.-Tras lo que se volvió a mojar los labios, y clavó su mirada en mis ojos.
-Lo dudo mucho, es mi único vicio, para uno que tengo debería dejarlo vivo.-Mi corazón otra vez parecía que fallaba, y esta vez el dolor era tal que no pude evitar aproximar mi mano hacia él.Era un dolor punzante, más de lo normal.
-¿Estás bien?-Se podía percibir su plena preocupación en su rostro.
-Sí, de vez en cuando pasa...
-¿Te duele el corazón?
-Sí, aunque solo es un poco.-Mentir no se me da muy bien, así que creo que se dió cuenta inmediatamente.
-A ver...-Pronunció con aquella voz tan celestial y aproximando su manos hacia mi pecho, en concreto a mi corazón. Extendiendo su palma y reposándola sobre donde se encontraba mi corazón.

Fué como si notase su calidez recorriendo mi torso, transmitiendose por mi torrente sanguíneo a través de venas y finalizando en mi corazón. Era como si el dolor hubiese desaparecido, las punzadas, pero, no solo eso, sino también la tristeza en mi mente. Me sentía como si hubiese desaparecido, como si ya se hubiese extinguido saliendo de mi cuerpo y desapareciendo. Y ahí me encontraba, con su mano en mi pecho, con sus labios tan cerca mía, su mirada observando mis ojos, y todo en aquel banco rodeado de un paisaje cada vez con menos niebla.

Al poco rato ella apartó su mano de mí de forma tímida, y permanecimos en silencio. No podía entender muy bien que había ocurrido. Pero allí me encotraba, bastante más feliz que antes, mucho más. Como si la depresión hubiese desaparecido. Pero, no, no era por algo mágico que hubiese hecho ella a modo de fantasía. Era por lo que había hecho, tocar mi corazón, querer sentir el contacto con mi cuerpo por su propia voluntad. Permanecimos en silencio unos instantes, y dirigí mi vista al suelo. Los dos callados parecíamos esperar a que el otro hablase. Al cabo de unos minutos volví a dirigir mi mirada a su rostro con fin de volver a hablar y entonces las ví.

De sus ojos fluían lágrimas. Estaba llorando, y no lloraba de felicidad, sino de tristeza. Era un llanto leve y silencioso, tanto que a pesar de estar a su lado no me había dado cuenta de ello. No había cambiado ni su respiración y ni siquiera había escuchado el goteo de sus lágrimas al derramarse sobre sus piernas. Estaba llorando, justo a mi lado, y no tenía ni idea de por qué. Era un estúpido, seguro que ella tenía problemas mucho más graves que los míos como para llorar junto a un desconocido, y yo contándole que la vida me parecía una mierda. Era un estúpido.

Sería su rostro lleno de pena pero a la vez súbitamente precioso como una diosa, o sus lágrimas que llevaban consigo parte del maquillaje de sus ojos, pero me vi incapaz de evitar mis actos. Me acerqué a ella desplazándome los pocos centímetros que nos separaban deslizandome por el banco, y, cuando estaba a su lado hice lo que le hacía a mis amigas cuando ellas se encontraban mal y sabía que necesitaban apoyo.
En circunstancis normales no lo hubiese hecho, y mucho menos a una desconocida, no lo hice porque me pareciera sumamente atractiva, ni tampoco porque me encontrase mucho mejor anímicamente que antes, sino porque ella había tratado de ayudarme. Aproximé mi rostro a sus mejillas y me propuse darle un beso de apoyo y cariño, a modo de refugiarla de la pena y consolarla, pero, justamente cuando mis labios se aproximaron a la piel de sus mejillas ella giró su cuello e hizo lo más inesperado que podía pasar en aquel lugar en el que la niebla había desaparecido por completo.

Giró de manera intencionada su cabeza y acercó sus labios a los míos uniéndonos en un beso. Sentía el tacto de sus labios, sus grietas, su grosor, lo carnosos que era. La sensación no era comparable a nada. Simplemente era perfecto. Su saliva y la mía uniéndose en una y bañando nuestras bocas. Mis labios y los suyos tan próximos, contactando, unidos, como si el destino hubiese sido escrito para que así fuese para siempre. La pasión con la que movía sus labios y su lengua y yo los mios, tanta belleza, tanta felicidad, tanta sensualidad.


Tras varios minutos que duró ese milagroso beso, ella apartó sus labios de los mios y dijo con su voz, dulce, melodiosa y de musa:
-Mi nombre es Suitlip.
A pesar de la situación de la cual estaba sorprendido y a mi mente le costaba creer le conteste diciendo:
-Me llamo Daihart, encantado.
-Es un nombre precioso.-Dijo tímidamente y como si ya supiese con anterioridad que ése era mi nombre.
-No tanto como tus labios...

Tras ello nuestras cabezas se acercaron, nuestros ojos se clavaron en los del otro, y nuestros labios se aproximaron hasta tal punto que fué orígen de otro pasional beso. En ese momento me dí por primera vez cuenta de dos cosas. La primera era que la niebla tras irse por completo en aquel lugar nos había dejado tras de sí un ocaso púrpura. La segunda era que se había añadido un segundo vicio a mi lista, y ese vicio era Suitlip, a la cual quería proteger con mi vida hasta el final, incluso con mi muerte si hiciese falta, y por supuesto, no separar mis labios de los suyos en ese banco con aquel ocaso púrpura iluminándonos.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Capítulo 1: Marcas de carmín y palabras quemadas

Tenía depresión y ya solo me quedaba un cigarro en el paquete. Seguramente pasaría bastante tiempo para que volviese a comprar más tabaco para continuar con el objetivo que me hacía fumar.
Quería matarme, aunque mejor dicho, quería deteriorar mi vida poco a poco, como una rosa que se seca o como la pérdida de belleza de las personas por el paso del tiempo.
Supongo que sería la depresión la culpable de generarme tal vicio masoquista, y más odiando el humo que fluía arañando mis cuerdas vocales a través de la garganta con cada calada.

Aquel día, tumbado en la cama y hundido en mis miserias me dispuse a dar una vuelta para fumarme ese último cigarro. No sabía si era de noche, o si era de día, si me encontraba en medio del anocher o presenciando los escasos y a la vez primeros rayos de Sol de aquel día. Y si digo escasos era porque apenas podía observar claramente el paisaje desde mi ventana. Una niebla espesa y densa teñía todo a mi alrededor a medida que avanzaba el paso cruzando por la calle donde se encontraba mi casa. No había nadie en la calle, lo que me hizo pensar que era o porque fuese demasiado temprano o porque fuese demasiado tarde, pero a fin de cuentas, incluso podía ser por la niebla. Ésa niebla parecía hacer disimular el tiempo, ocultando la hora en la que me encontraba y generando una humedad que provocaba una sensación misteriosa.

Hacía bastante frío, pero estaba dispuesto a aguantarlo puesto que despreciaba de forma evidente la idea de fumarme el último cigarro que me quedaba en mi casa. Pasaba de que mis padres se pudiesen enterar de mi nuevo vicio, a fin de cuentas, en los últimos días había tenido bastantes problemas con ellos, además de con el resto de las cosas que me rodeaban. No me divertía con mis amigos, mis notas habían empeorado, mi estado de ánimo en continua decadencia hacía que cada vez me ahogase más en un mar de tristeza del cual no podía salir por mucho que tratase de nadar hacia su superficie. No sabía por qué, pero me daba cuenta de que ese pensamiento que permanecía en mi cabeza a todas horas del día, mientras estaba en clase, mientras escuchaba las melodías de mis canciones favoritas de rock con las cuales trataba de evadirme de todo, o incluso mientras dormía, no podían ser buenas. Era un pensamiento sumido en el caos y en la oscuridad, como si sintiese odio por todas esas cosas que intoxicaban el mundo en el que vivía, y precisamente, éstas no eran pocas. Sentía una especie de aburrimiento existencial, como si nada de la vida mereciese la pena, como si no hubiese nada por lo que luchar, como si toda vida humana se pudiese resumir como una cruel broma.Tal vez, precisamente, por todo ello fumaba, porque con cada calada me aproximaba más a mi muerte, no una muerte directa, pero una a la que no temía que llegase. Quería disminuir mi tiempo vital, agotarlo, reducirlo a nada. No me importaba que llegase en forma de cáncer corroyendo mis pulmones, o como pena que sumiese mi alma en amargura.

Para ser sincero, todo me daba igual.

Todo me daba igual porque no había nada en mi vida que me hiciese feliz, y mucho menos era incapaz de imaginar un atisbo de felicidad en mi futuro. Estaba cansado de vivir el día a día en un carcomido mundo donde la gente solo se sentía feliz hiriendo a otros, donde las cosas verdaderas no existían, ni la amistad, ni la ternura, ni el aprecio, ni la bondad, ni la felicidad, ni, tan siquiera el amor.

Sumido en ese tormento tan grisáceo y difícil de salir de él como de aquella niebla que me rodeaba continué andando por aquel camino alumbrado por farolas separadas unas de otras por escasos metros. No se veía nada en concreto a mi alrededor, había tanta niebla que era imposible predecir en qué lugar me encontraba. Todo tan gris, tan misterioso, como si la atmósfera estuviese creada para generar desconcierto en mí.

Cansado del frío y de andar, me detuve en un banco que se encontraba justamente al lado de una farola y que iluminaba únicamente al banco y un escaso espacio a su alrededor, como si fuese un foco que alumbra lo más importante del escenario de una obra de teatro. Pensé que aquél era el lugar exacto para fumarme ese último cigarro, así que lo saqué del paquete, lo posé entre mis labios algo quemados por el frío, y lo encendí con la llama que salió de mi mechero al tercer intento de hacerlo funcionar.

Calada tras calada, todos esos problemas que tenía en mi mente incidían de forma aún más profunda, como si se clavasen en mis ideas. Me dolía el corazón, tal vez sería por mi depresión, o por el cigarro, cosa bastante estúpida la verdad, pero, de una forma u otra me dolía. En ese preciso momento se me ocurrió que el motivo era la incompresión que sentía en mi alma, expresada a modo de ansiedad, pero, curiosamente, tiempo más tarde me daría cuenta de que eso no era así.

En medio de todo ese humo que se fundía con la niebla convirtiéndose en uno solo, me dediqué a observar el suelo sobre el que se encontraban mis pies. Se notaba que era Otoño, las hojas de los árboles de colores muertos como verdes y amarillos apagados se amontonaban sobre mis pies, pero, entre ellas descubrí un trozo de papel que se encontraba doblado en el suelo. Aproximé mi medio cigarro encendido al papel y quemé con la colilla el pico formado al doblar el papel dos veces. Me resultó curioso lo rápido y voraz que era el efecto del fuego sobre ese sucio papel, pero, al cabo de unos instantes, a medida que la llama hacía su efecto, los dobleces comenzaron a abrirse, y pude observar que había algo en él. Podía ser un dibujo, o algo escrito, incluso un simple garabato, pero mi curiosidad fué tal que decidí apagar esa pequeña llama que estaba deteriorándolo, así que lo pisé, extinguiéndola y tras unos segundos de impaciencia recogí del suelo el pequeño papel chamuscado por una zona, y lo abrí, impresionándome mucho más de lo que esperaba su contenido.

Indudablemente, en ese papel una chica había marcado con carmín sus labios a modo de beso. Era innegable que fuese una chica, era como si notase su esencia, su feminidad y su sensualidad en él. Por los trazos de carmín me podía hacer una idea de sus labios, de lo carnosos que eran, de su forma, de su grosor, de las que grietas que lo embellecían, de su textura, de su delicadeza. Cuanto más observaba su rastro en el trozo quemado de papel más me gustaban, más me atraían, más me obsesionaban y más perfectos los veía. Me imaginaba como sería un beso de esos labios, me preguntaba como sería la chica que los poseyese en su boca, y trataba de hacerme una idea de su rostro, del cual creaba prototipos pasajeros en mi mente,en cada cual era más preciosa y bella que en el anterior. ¿Cómo podían esos labios atraerme tanto? ¿Cómo sería el nombre de la chica que tuviese esos labios tan perfectos?.

Mientras me formulaba todas esas preguntas desplacé mi atención por primera vez en una hora de esas marcas de carmín, y la dirigí hacia la zona donde había acercado la colilla del cigarro. Al observar esa zona, mi impresión fué tal que el cigarro apagado tiempo atrás por la humedad de la niebla y del cual no había dado calada desde que vi por primera vez esos labios marcados en el papel, cayó al suelo rozando el filtro con el haz de una hoja de un árbol del cual ignoraba de qué tipo era, y también de donde se encontraba, puesto que no lo veía a causa de la densa niebla. Se podría ver claramente como la llama que acerqué al papel se había comido lo que había escrito, al menos así se apreciaba en los bordes de la zona quemada, en los que se observaba evidentes trazos de tinta que habían escrito algo lo cual no podía saber.

Sentí como toda la alegría que se había apoderado de mí al ver las marcas de esos labios se había esfumado ante la idea de haber despreciado toda posibilidad de conocer a la chica que había dejado su presencia en el papel. Tal vez había escrito en él su dirección, su número de teléfono o simplemente su nombre, pero ya no podía hacer nada para evitarlo. Ante tal desesperación regresé a mi casa atravesando el mismo camino de ida y con la misma espesa niebla. Nada más llegar a mi casa, recorrí el pasillo y entré en mi cuarto. Guardé en el cajón de mi escritorio el papel y decidí no sacarlo de ahí durante la mañana, sólo me podría permitir el lujo de hacerlo por las noches. A fin de cuentas no me era necesario verlo más, por un lado era totalmente imposible descifrar lo que había escrito antes de que yo lo chamuscase a partir de unos pequeños trazos de tinta muy difusos, y por otro lado no era necesario observar las marcas de carmín de nuevo, puesto que las había guardado en mi mente a la perfección y las recordaba con suma precisión.

Al día siguiente me pasé todo el día dibujando, bocetos y bocetos trazaban mis manos con lápices y bolígrafos. No paraba de dibujar, y lo que dibujaba era lo que ocupaba mi mente de forma continua, la chica de esos labios que me obsesionaban, que se habían convertido en mi locura, en mi enfermedad, como si fuese el centro de todo. Así que me pasé toda la mañana dibujando sus labios. A medida que hacía más y más mejor los trazaba, mejor definía su grosor, textura, grietas e incluso su relieve.
Y mientras, me dedicaba a dibujar de forma continua y sin descanso con un bolígrafo de tinta roja esos labios que me habían llevado a la locura, me iba imaginando su rostro. Trataba de crearla en mi mente, imaginar como serían sus ojos, su nariz, sus mejillas, su pelo, sus orejas, sus pestañas, sus cejas, sus pómulos, su piel, sus caderas, su cuello. Traté hacer dibujos no solo de sus labios, sino de la idea que tenía en mi mente de ella, pero el resultado solo fueron dibujos de prototipos de chicas con una suma belleza, pero que no se podía comparar a la que mi mente había imaginado. Ante tal decepción de no poder trazar de forma fidedigna a mi mente el rostro de esa chica me tumbé en mi cama y me dispuse a dormir.

Al despertarme sentí el impulso de ir otra vez a aquel banco. La atmósfera era la misma, el mismo frío, la misma niebla observada desde la ventana, la misma escena grisácea, e incluso parecía que fuese la misma hora.Cogí el papel del cajón el cual no me había parado a observar en la mañana y realicé el mismo camino que la última vez. A medida que andaba me ilusionaba con la idea de encontrarme allí a la chica, mi ilusión era tal que los nervios hicieron que sujetase en todo momento en mi mano derecha el trozo de papel con esos preciosos labios marcados. Una vez llegué al banco me di cuenta de que mis ilusiones se habían desvanecido por completo.
Allí no había nadie sentado...


Me sentía triste, más amargado de lo usual en mí. Me culpaba de haber sido tan estúpido como para haberme ilusionado tanto por una chica que desconocía absolutamente, y de la cual ignoraba su rostro, su edad, su voz sus gustos y sus sueños. Me sentía tan estúpido y patético entre toda esa niebla, de pie, enfrente de aquel banco, que otra vez en mi mente enferma todas esas ilusiones se tornaron de nuevo en mis problemas, penas y desgracias...Parecía que el silencio de toda esa niebla era el mismo que el silencio que sentía mi vida, la cual solo deseaba que acabase...

Pero entre todo ese silencio surgió una voz, sumamente dulce y delicada que pronunció a mis espaldas:
- Veo que encontraste mi papel.

Tras escuchar estas palabras que anesteciaban mi vacío existencial giré mi cabeza, y, entonces la ví por primera vez.